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ÓPERA

El Real inicia su temporada entre risas y bufonadas de la mano de Rossini

Todas las fotos de La Cenerentola, de Rossinni, son de Erik Berg.
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Todas las fotos de La Cenerentola, de Rossinni, son de Erik Berg.
viernes 24 de septiembre de 2021, 15:10h
La Cenerentola, de Gioachino Rossini (1792-1868) ha iniciado la nueva temporada del Teatro Real, con la asistencia, como viene siendo habitual, de SS.MM los Reyes de España y de personalidades de la política y la sociedad española. Bajo la batuta del italiano Riccardo Frizza y la dirección escénica de danés Stefan Herheim esta coproducción de Den Norske Opera de Oslo y la Opéra national de Lyon se ganó el apoyo del público ya en su primera representación ayer noche.

En total catorce representaciones se podrán ver hasta el 9 de octubre. El Real quiere así comenzar la temporada con buen humor y mejor música y es consciente de que para ello el genio de Bérgamo es una apuesta segura.

Pero La Cenerentola da mucho de sí para ser calificada de mera ópera bufa: no es una obra frívola. Rossini era un hombre de contrastes, un amante de la buena vida, pero la frivolidad no era una de sus características más acusadas. Es cierto que hay una leyenda que circula por ahí que dice que le gustaba tanto estar recostado que en una ocasión se le cayó una hoja de composición y prefirió componerla de nuevo a levantarse de la cama a recogerla. También le gustaba la gastronomía y son numerosos los platos que llevan su apellido, aunque el “tournedós a la Rossini” es el más famoso. Con solo estos datos, tenemos a un hombre que le gustaba dormir y comer bien…; y esto es lo que hizo principalmente cuando se retiró hacia los 40 años de edad, ya en la cima de la popularidad. Sin embargo, en su obra subyace, además del rebosante optimismo propio de un bon vivant, un brillante ingenio psicológico y elevadas y profundas convicciones.

Pero antes atendamos al fenómeno de su personaje. Lo de Rossini no deja de ser un caso digno de asombro; uno de los muchos que abundan en el terreno de la composición: hizo todo lo importante en una edad en la que muchos otros talentos se están aún formando. A los 18 años compuso su primera ópera y ya llevaba escritas diez cuando cumplió 22. El barbero de Sevilla (compuesta en 1813), posiblemente la mejor de sus creaciones, la compondría con tan solo 24. La Cenerentola la compuso antes, en 1806. Su período más creativo fue el de 1810-1823, durante el que compuso la friolera de 34 óperas. Alcanzó tal popularidad a una edad aún joven que su figura se ha identificado como uno de esos tempranísimos fenómenos de masas -como años más tarde sería Franz Listz, con sus imposibles virtuosismos al piano que acompañaba con movimientos de su rebelde melena- y puede sin duda compararse -salvando las evidentes diferencias- a otro caso único, el más extraordinario de la Historia de la Música: el de Mozart - fallecido apenas un año antes del nacimiento de nuestro compositor-, recientemente identificado por el profesor belga Stefaan Missinne como precursor del movimiento fan.

Los motivos de la retirada de Rossini de la tarea compositiva (escribió porcas obras entre 1830 y 1855 y su última gran composición fue Petitte Messe Solennelle en 1863). Se han barajado como posibles causas su mala salud (que no le impidió vivir 76 años, en una época en la que la esperanza de vida estaría en torno a los 60). Otro motivo que se ha barajado es el auge que alcanzó la gran ópera francesa (“le grand opéra français”), sub-género operístico que hunde sus raíces en la tragedia lírica, inventado bajo Luis XIV por el italiano Jean-Baptiste Lully y que demandaba un tremendo despliegue de fasto y tramoya.

Volviendo a los valores que se adivinan en la ópera de Rossini, el amor por la figura de la mujer es sin duda el más destacado: los caracteres de sus personajes, Isabella, Rosina, Angelina, la Cenerentola…, por un lado, o los de Erminia, Clorinda o la pérfida maga Armida -las heroínas de la Libertada-, por otro, por sólo escoger algunas de ellos, darían por sí solos para una tesis, pero de lo que no cabe duda es de que la figura de la mujer sale reforzada de las óperas rossinianas. Además, como se dijo arriba, Rossini fue un personaje de contrastes y esto se ve en su obra. En La Cenerentola la superficialidad de la trama y la frescura y optimismo de la partitura esconden un noble ideario: la inocencia y la bondad vencen sobre el orgullo y la explotación, aunque lo haga -como ha señalado Joan Matabosh- sirviéndose de la mentira. Pero ésta es solo una aparente paradoja, si se tiene en cuenta que este tipo de cambio de identidades (nadie es quien parece ser y al final todo se aclara) constituye el motor mismo de la ópera bufa. Es además un manido y antiquísimo recurso argumental en teatro, del que se echaría mano en la ópera barroca de forma recurrente y que aquí no hace sino reaparecer, precisamente en un cuento, el de La Cenicienta, cuyas primeras manifestaciones, orales, se remontan a la antigua Grecia.

De esta producción que ahora se presenta en el Teatro Real hay que destacar la escena, sin duda a la altura del genio de Pesaro. Herheim, con la ayuda de Daniel Unger, han hecho un inteligentísimo y fecundo uso de los medios técnicos de que dispone el teatro, combinando arquitectura, ingeniería y una efervescencia creativa que no deja a nadie insatisfecho, donde no faltan los guiños a lo onírico y surrealista, al realismo mágico, a la animación o al cómic. Herheim ha sabido romper en esta producción las tradicionales barreras teatrales foso-escenario-público. Por ejemplo, en un momento de la representación el director musical, Ricardo Frizza, irrumpe en el escenario (luego se verá que pretende ir por ahí al foso): Rocío Pérez y Carol García, que interpretan respectivamente a Clorinda y a Tisbe, las vanidosas hermanastras de Cenicienta, dicen en un español muy castizo algo así como: ¡Ay! ¿éste quién es? ¡y nosotras con estas pintas!, refiriéndose al atuendo casero que llevan en ese momento, ideado por Esther Bialas y que recuerda algo al de Mini Mouse. En otro momento de la representación, al final del Acto I, se encienden las luces de todo el patio de butacas y todos los personajes se dirigen al público mientras cantan: “En sus rostros estáticos se adivina que su cerebro es un torbellino”, refiriéndose a los mismos asistentes.

En el aspecto vocal fue muy satisfactoria la actuación de Karine Deshayes como Angelina (la cenerentola). Esta mezzosoprano francesa ha cantado los principales roles mozartianos y rossinianos de su cuerda. El cansancio que evidenció en su agudo final de la ópera recordó a los asistentes la extraordinaria prueba de resistencia que supone su personaje, que está casi permanentemente en escena, y su dificultad vocal: continuos tresillos y escaleras en la zona central de la voz -donde resulta más difícil su ejecución-, una extraordinaria amplitud de las escalas, dificultad para el lucimiento vocal por la rapidez de la ejecución, que apenas deja paso a la voz de línea. De todas estas pruebas salió airosa Deshayes, que demostró una correcta coloratura y un precioso timbre.

A su lado, el tenor ruso Dimitri Korchak fue un satisfactorio príncipe Ramiro. Este tenor lírico-ligero, ganador del Concurso Francisco Viñas de Barcelona y de dos premios Operalia 2004, debutó como Nemorino (L’elisir d’amour) en el Teatro allà Scala de Milán. Hizo un buen uso de su voz, si se tiene en cuenta que su personaje comparte las dificultades del de su pareja de escena: precisa una extraordinaria colocación de la voz para no dejársela por el camino...

Esta crónica no puede acabar sin hacer referencia al rol de Don Magnífico, padrastro de la cenerentola. El barítono italiano Renato Girolami protagonizó una extraordinaria actuación encarnando a este chusco personaje, en el que el se introduce el mismo compositor, Rossini; otro simpático giño de Herheim en homenaje al director de escena francés Jean-Pierre Ponelle, que también utilizó este recurso escénico para esta misma ópera, pero identificando a Rossini con el personaje de Alidoro.

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