Tres años después de Lluvia fina, impresionante tragedia moderna, y al año cabal de la publicación del precioso álbum plástico y poético de todas las cosas landerianas que es El huerto de Emerson, llega a las librerías Una historia ridícula, ajustado título para la gran metanovela del escritor extremeño Luis Landero, nacido el 1948 en Alburquerque, mirador de la Raya con Portugal.
En una vista panorámica a la narrativa de Landero -escritor que presentó su rico y sugestivo mundo en 1989 con Juegos de la edad tardía, una de las mejores novelas en español del siglo XX- observamos que su escritura surge de dos centros de irradiación complementarios: la fuerza de la rememoración y la potencia de la lengua oral, que se corresponden, respectivamente, con el predominio del componente retrospectivo o proyectivo del lenguaje. Al primer tipo pertenecen El balcón en invierno (2014) y El huerto de Emerson (2021), al segundo Lluvia fina, con las diversas versiones de los hechos que nos proporcionan los personajes, y, sin duda, Una historia ridícula.
El tiempo de la narración de la novela se sitúa a los diez años del suceso, que solo conoceremos al final. Dada la estructura de ficción de segundo grado que ostenta Una historia ridícula, por su condición de metanovela, es muy recomendable leerla dos veces seguidas para atar todos los cabos que va dejando sueltos en el curso de su plática el protagonista, Marcial, en calidad de novelista y orador facundo y moroso a la par.
El esquema, aparentemente sencillo, es el siguiente: Marcial Pérez Armel -tal se nos presenta al comienzo-, jefe de planta en una industria cárnica y antiguo matarife, es el narrador, protagonista y escritor o contador -pues ambas fórmulas se combinan sucesivamente y sin previo aviso- de la historia: un fatídico percance que dio al traste con la vida más o menos tranquila que llevaba: “En otros tiempos tuve un buen puesto de trabajo y un piso en propiedad”, leemos nada más comenzar la novela (p.11). Y enseguida nos comunica que el doctor Gómez -personaje solo aludido cuya función ha de deducir el lector- le proporciona cuaderno y grabadora, asunto crucial que justifica en la trama novelesca la riqueza multiforme del discurso y el hecho de que unas veces se dirija a sus lectores y otras hable como un orador ante un auditorio o un reo que anhela la captatio benevolentiae (como se decía en la retórica clásica) de jueces y jurado popular.
Al hilo narrativo principal, el que devana las enjundiosas, sagaces y serio-jocosas opiniones del protagonista y su peripecia vital, se suma un cuentecillo o fábula de animales domésticos peculiares, escrito también por Marcial, y el último lance, la malhadada “escena final” -pues para nuestro protagonista, fiel al viejo adagio, “la vida es teatro” (p.214)-, que lleva por título: “Asalto a casa de la mujer amada”.
Son notables los ágiles cambios de persona, de suerte que sería parco en exceso decir que el punto de vista es el del narrador-autor-protagonista en primera persona, ya que alguna vez se habla a sí mismo en segunda, a modo de conciencia autoadmonitoria, monodialoga, se formula preguntas en tercera, interpretando los requerimientos del lector, interpela al público o intercala algún breve monólogo interior; asimismo emplea cursivas y remata un capítulo con emoticonos.
No obstante, con ser fundamental la trabazón de los elementos y los procedimientos técnicos, el cómo, en una novela de personaje por excelencia, no lo es menos la semblanza del protagonista. Cándido y lúcido, amante de la novela policíaca, las enciclopedias, Unamuno y las anécdotas pintorescas de internet; desclasado, susceptible, resentido con causa, un tanto soñador -y de ahí le viene la desdicha- un poco filósofo y, ante todo, un hombre que tiene en mucho el sentido del honor, auténtico núcleo temático de la novela, antes que el amor: “ …tengo en muy alta estima el viejo concepto del honor”, son las palabras con las que Marcial remata, como el último verso del soneto -el que sintetiza todo el sentido- su autorretrato en el incipit.
En Marcial, Landero ha dado vida a su personaje más simbólico y perdurable, un hombre del común adolorido que se salva y dignifica por la palabra clarividente y se alza vencedor en la artimaña, el escarnio, que, para entretenimiento de los suyos, urde la falsa Pepita, burladora aplacada.Así, el episodio central -versión enaltecida de La cena de los idiotas- deviene, a la postre, una suerte de venganza y reparación de la honra mancillada de Marcial, el filósofo en el matadero, al que ahora sí le cuadra su nombre parlante de ‘marcial’, a despecho de las chanzas que antaño le infligió su profesor en la escuela a cuenta de este desajuste y de la befa de sus compañeros, que provocó su llanto desesperado.
Marcial es el personaje más extraordinario en la novelística de Landero, el más ruso de nuestros escritores. Él solo, sin coprotagonista, a diferencia de lo que le ocurría a Faroni, héroe de Juegos de la edad tardía, como si de un atlante-demiurgo se tratara, sostiene y elabora con reciedumbre la novela.
La Pepita, que se tornaba Marisé, Mariajo o Marijó entre los suyos, es la antagonista y artífice del espectáculo para la mayor afrenta del honor de Marcial, pues no hay campo más propicio para la humillación que el de la lid amorosa. No obstante, quien sabe hablar sabe seducir, nos mostró Rostand con su Cyrano, y Ortega, por su parte, nos enseña que para persuadir hay que seducir antes.
Marcial nos seduce, persuade y conmueve por su inocencia perspicaz, nos encanta y hace sonreír con su toque de niño grande que se atribuye poderes mágicos, provoca nuestra risa con sus reducciones al absurdo tras sesudas reflexiones sobre la pugna por el poder que subyace a cualquier relación interpersonal, sobre el odio o sobre la envidia, y nos admira por su afán de superación, arrojo moral, labilidad emocional, e infortunio.
Una historia ridícula es una novela espléndidamente compuesta, dotada de una prosa vivaz, armónica y rítmica que fluye dibujando meandros por las reticencias, anticipaciones y postergaciones, apóstrofes y digresiones que algo recuerdan, servata distantia, a la parla de Tristram Shandy.
Siendo un libro de Luis Landero, ha de haber humor en varias modalidades: ironía, parodia de las jergas pomposas, absurdo, sátira de algún uso o “minireligión” muy de moda. Con frecuencia lo humorístico aparece de forma sorpresiva y oportuna para atemperar una deriva verista del discurso, a modo de contrapunto bufo. Así es en el imponente capítulo 21, donde Marcial relata por menudo a una curiosa Pepita qué es lo que acontece cada día en el matadero; mas, cuando el naturalismo cobra mayor intensidad, entonces, el narrador imprime un viraje y pondera, mutatis mutandis, cualidades de la carne humana.
Tampoco pueden faltar en Landero los secundarios de primera: Natalia, la puta sagaz, cuya recomendación desatiende Marcial, para su desgracia; la mesonera con la que mantiene un reto hilarante; Ibáñez, el vecino espabilado; Vicky, la mujer cundemucho o el fatídico “cuarentón ingenioso”. Todos ellos, en suma, contribuyen funcionalmente al realce y la matización del pequeño coloso humano que resulta Marcial, de inequívoca prosapia landeriana, con guiños kafkianos patentes, un trasfondo dostoievskiano por el tema de la dignidad lacerada y la humillación que arrastra desde la infancia y nutre su rencor, y chejoviano por la medrosidad frente a Pepita y su ambiente.