Ópera bufa dentro de la producción mozartiana, Le Nozze di Figaro (1786) es la segunda más programada del compositor después de Die Zauberflöte (1791). Ambas comparten al menos una característica que hace única la ópera mozartiana: la inteligente descripción de la psicología de los personajes y de sus pasiones, técnica ésta, la del retrato, que Mozart dominaba a la perfección. Quizás esta característica sea aún más acusada -seguramente por ser posterior- en la Flauta, donde una desesperada Pamina podría haber pasado por una princesita de cuento si Mozart no hubiera puesto en su boca ese: “Ach, ich fühls!” en sol menor, con un ritmo en el acompañamiento que simula los latidos de un corazón abatido. Su paralelo en las Bodas no es seguramente Susanna, la protagonista, sino la condesa de Almaviva, que tiene momentos de intensidad parecida a la que luego ofrecerá la protagonista de La Flauta:
Dove sono i bei momenti
Di dolcezza e di piacer?
Dove andaro i giuramenti
Di quel labbro menzonger?
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¿Dónde están los buenos tiempos
de dulzura y placer?
¿Dónde fueron los juramentos
de esos falsos labios?
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Es cierto que el tratamiento del argumento en las Bodas es mucho más ligero, por ser una ópera jocosa. Pero es grave si se examina con detenimiento; todo gira en torno al derecho de pernada, que en la España del siglo XVIII -y en Sevilla, donde se ambienta la obra- estaba abolido desde 1486, y que el Conde de Almaviva pretende resucitar ahora para ejercerlo con la doncella Susanna, que va a celebrar sus nupcias con el sirviente Figaro; el Conde provoca con ello el desolado sentimiento de desamor en la Condesa antes comentado.
La ópera mozartiana está repleta de momentos tan sublimes que “saben a poco”, que pasan rapidísimo aun para aquellos oyentes que los conservan grabados a fuego en su memoria. En Las Bodas, estos momentos culminantes no se limitan a las arias, sino que se extienden a los concertantes, de una altísima calidad musical y que el compositor también aprovecha para ir perfilando la psicología de los distintos personajes, que cantan a la vez textos diferentes, cada uno acorde con su personalidad.
Pero hoy en día una ópera como Las Bodas tal vez se hace larga al espectador, porque la ópera se concibió como divertimento. En época de Mozart el público hablaba y alternaba en el trascurso de la ópera, saliendo incluso de la sala para regresar a sus puestos en los momentos más destacados, que solían ser como mínimo biseados. Hoy ir a la ópera es un acto mucho más formal: la mayoría van a ella como quien acude a un templo, y en cierto modo lo es. Cualquiera con quien uno se tropiece es un empedernido melómano o un músico avezado; y si no, lo aparenta. Levantarse para hablar con otras personas del público sería un sacrilegio, aparte de una falta de respeto al trabajo, esto hay que reconocerlo, de tantos artistas implicados.
Todo esto al margen, la producción que ahora presenta el Real es, como mínimo, excelente. La escena contiene cuadros casi pictóricos donde impera el contraste entre la gama de los blancos, los grises y los negros, solo animados por sutiles retazos de luz violeta, verde hoja o azul acero. El contraste también se da entre las escenas más oscuras (toda la ópera transcurre en el palacio de los condes) y las más luminosas, donde la luz del día parece entrar alegre y franca por el ventanal creando bellos contraluces en los personajes. La vestimenta es actual, pero Guth ha sabido mantener y recrear de forma muy convincente, ambientándolo en la mitad del siglo pasado, el ambiente ideado por Mozart. El resultado, dentro del minimalismo, es francamente elegante, conserva los elementos esenciales de la época y tiene la virtud de no desviar la atención del espectador hacia otros elementos que no sean la música y la interpretación.
El reparto del estreno del viernes, excelente, contó con la soprano francesa Julie Fuchs como Susanna, la soprano española María José Moreno como Condesa de Almaviva, el barítono italiano Vito Priante como Figaro, la mezzosoprano estadounidense Rachael Wilson como Cherubino, la mezzosoprano italiana Monica Bacelli como Marcelina, el barítono-bajo argentino Fernando Radó como Bartolo, el tenor y actor francés Christophe Mortagne como Basilio, el tenor granadino Moisés Marín como don Curzio, el bajo italiano Leonardo Galeazzi, como Antonio y el bailarín Uli Krisch en el papel de ángel. Fue muy alabada la actuación de las dos sopranos principales, que sumaron a su ejecución vocal una soberbia interpretación. También Wilson como Cherubino; quizás el personaje más simpático y más audazmente tratado por Guth, que, con una actuación sorprendente en el plano vocal y escénico arrancó risas de los asistentes durante toda la función. A su lado, Krisch como ángel -o una especie de Cupido-, contribuyó en todo momento a mantener el movimiento escénico; protagonizó momentos muy simpáticos, como cuando escribe en una pizarra el nombre de todos los personajes, que va uniendo con flechas para indicar la relación que les une, relación primero insegura -borrando en ocasiones-; luego las flechas se van multiplicando en varias direcciones hasta crear un endiablado laberinto, que no es otra cosa que el esquema del tremendo enredo amoroso ideado por Lorenzo Da Ponte, autor del libreto de Las Bodas, y Beaumarchais, autor del libro en el que se inspira.