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EL TEATRO EN EL IMPARCIAL

Yerma, de Federico García Lorca: un crimen autodestructivo

Yerma, de Federico García Lorca: un crimen autodestructivo
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sábado 05 de noviembre de 2022, 16:51h
Ernesto Caballero nos ofrece un extraordinario montaje que recupera, lejos de simplistas lecturas y con una nueva óptica, la condición de gran tragedia con la que García Lorca concibió esta pieza.

Yerma, de Federico García Lorca


Director de escena: Ernesto Caballero

Intérpretes: Karina Garantivá, Rafael Delgado, Felipe Ansola, Raquel Vicente, Ksenia Guinea y Ana Sañiz

Lugar de representación: Gira por España

El lenguaje de Federico García Lorca -constatamos ahora por enésima vez- causa siempre en nosotros un íntimo estremecimiento, una profunda fruición afectiva, un deleite estético e intelectual, por mucho que ya conozcamos de antemano el argumento de la obra, pues sus palabras reviven con una plenitud prodigiosa cada vez que se encarnan en los actores. El habla familiar se entreteje con connotaciones simbólicas, trenzando vínculos enigmáticos con lo mítico o con imágenes que son al unísono tan visionarias como populares, de modo que su verbo adquiere un vigor asombroso al escucharse en un escenario¸ modulado por las pasiones de sus personajes. La voz escénica de García Lorca jamás defrauda cuando sube a las tablas. Sin embargo, repercute en nosotros con otro timbre, más incisivo, cuando la puesta en escena nos propone una interpretación novedosa de sus dramas, como ocurre en esta ocasión con Yerma, bajo la nueva óptica que nos plantea Teatro Urgente. Al placer artístico se le suma el regocijo de un viaje de exploración y meditación.

La versión más manida de Yerma suele rebajar esta formidable tragedia al nivel de un simple melodrama, recurriendo al método de convertir a su protagonista, la “Yerma” del título, en una víctima inocente de la opresión de una tiranía colectiva. Se degrada así la pieza lorquiana a la ínfima categoría de los simplistas dramas melodramáticos que nacieron en torno a la Revolución francesa. Se trataba de historias maniqueas donde un personaje puro –con frecuencia una huérfana-, abandonado y ultrajado, se veía en la obligación de rebelarse y hacer uso de una violencia legítima. Hace ya casi dos siglos que Mariano José de Larra acusaba a uno de estos melodramas de ser “el colmo de la mala fe”, pues en esos planteamientos de buenos extraordinariamente bondadosos, enfrentados a malos sumamente pérfidos, en un ámbito social opresivo sin fisuras, veía Fígaro “un insultante sofismo”. Se recurría a una trama tan falaz con el único propósito de justificar los crímenes.

Ahora, Ernesto Caballero, director de escena al mismo tiempo que gran dramaturgo, desmonta ese envenenado estereotipo con el que se suele leer, en clave melodramática, Yerma, explorando el asesinato final de la heroína. Al indagar en la culpa de su homicidio, logra rescatarla del falso melodrama con el que se ha querido abaratar esta obra y la devuelve a la escala de gran tragedia con que fue concebida. Las responsabilidades de su delito equiparan las ofensas que recibe con las que ella causa. La legitimidad -o la inexorable ilegitimidad- de los impulsos en pugna adquieren idéntica violencia y su antagonismo se torna inexorable, brutal, incontenible, imposible de solucionar con una fácil reforma de los hábitos sociales.

Para recobrar este trazo original de la tragedia de García Lorca, Ernesto Caballero lleva a cabo un inteligente ejercicio metateatral. Antes de comenzar la representación de la obra escrita por el poeta granadino, hace que los actores recreen el clima político en el que se estrenó. Se utilizan escuetas pero decisivas pinceladas. Se consigna de qué modo, pocos meses antes del estreno de Yerma, en el mismo año de 1934, “se produjo en Asturias una insurrección armada contra el Gobierno de derechas surgido de las urnas en 1933”. Los actores, rodeando el escenario y dirigiéndose de forma directa, reposada y concisa al público, rememoran que “en el mes de octubre del año 34, se produjo en Asturias una insurrección armada que urdió la oposición de izquierdas con la resuelta intención de echar abajo la democracia burguesa” de la II República.

Esta lacónica evocación despierta de inmediato en nosotros las ya abundantes páginas de los libros de Historia que se han ocupado de rastrear aquellos meses en los que Federico García Lorca ultimaba Yerma. A través de estas investigaciones históricas, hoy sabemos que la izquierda socialista no aceptó su derrota electoral en 1933 y que ya a comienzos de 1934 un Comité Revolucionario bajo la inspiración de Largo Caballero emprendió la tarea de la toma violenta del poder. Una vez se consumase había que nacionalizar la tierra, disolver las órdenes religiosas, el Ejército y la Guardia Civil. El modelo era la revolución soviética, siguiendo las tácticas difundidas por La insurrección armada, del mariscal Mijaíl Tujachevski, jefe de la Academia Militar del Ejército Rojo ruso. Indalecio Prieto gestionó la llegada a Asturias de un barco cargado de cientos de fusiles, ametralladoras y abundantísima munición, que fueron distribuidos casi en su totalidad, hecho del que el líder socialista se arrepintió, de forma expresa y por escrito durante su exilio en México. En su conjunto, se considera que esta fue la sublevación armada que mejor se organizó en la Europa occidental en el periodo de entreguerras. Pocos días antes de consumarse, la revista El Socialista, fundada casi medio siglo antes por Pablo Iglesias, proclamaba a toda su militancia las siguientes reveladoras conclusiones: “Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita sea la guerra”.

Evocadas, sin contarlas, estas páginas de nuestra historia, los actores, sin embargo, consignan los fríos hechos a los espectadores: “Ensañamiento, matanzas, vejaciones en conventos y en aldeas: la brutalidad en nombre de la noble causa del pueblo. Eso nos dice la Historia, la historia sin cincelado, no la Historia oficial”. Severas y tajantes apreciaciones con las que se exponen las circunstancias terribles en las que se concluyó esta segunda pieza trágica del autor de Poema del cante jondo. En este preámbulo, el elenco que va a representar Yerma tampoco olvida recapitular los espantosos excesos empleados para derrotar a los insurgentes: “Feroz ensañamiento por parte de los restauradores del orden y de la paz: la barbarie del Estado vengándose sumariamente en una cruel represión”.

Y a partir de aquí, este pasaje tan sucinto como poético, compuesto por Ernesto Caballero, se dirige hacia su revelador final. Manuel Azaña fue detenido bajo la falsa acusación de haber instigado tanto la rebelión armada como la declaración de independencia de Cataluña de Lluís Companys. Injustamente encarcelado en Barcelona, pronto fue eximido de cualquier cargo y liberado, acogiéndose a la casa donde la gran actriz Margarita Xirgu estaba ensayando Yerma, recién terminada por Lorca, junto al cuñado de Azaña, el eximio director escénico Cipriano Rivas Cherif, responsable artístico de su estreno. En ese círculo germinó la interpretación partidista de la obra lorquiana, que Ernesto Caballero detecta con enorme sagacidad. El núcleo azañista aprovecha Yerma para manipularla en términos políticos y justificar la inhumana violencia revolucionaria que se acababa de vivir. Nos dicen los propios actores antes de iniciar la representación: “Yerma era el pueblo condenado a una infecunda clausura. Querer y no poder ser fértil era el símbolo elocuente de España”. El desenlace violento de Yerma era, pues, el canto exultante de la liberación de un pueblo sojuzgado. El crimen como acción liberadora. Yerma mata a Juan (¿Gil Robles?), y el símbolo enardece los ánimos guerreros entre la población”.

¿Cómo pudo difundirse una adulteración tan burda de una tragedia que muestra justo lo contrario? ¿Qué clase de fanatismo colectivo puede dar acogida a ideas tan alucinadas? ¿Cómo es posible que sobreviva durante un siglo y se imponga como lectura oficial del texto, implantada con criterios de carácter autoritario? Si algo quería hacer ver García Lorca no eran solo las circunstancias injustas -ahí una sociedad, en efecto, patriarcal, e ideológicamente opresiva-, sino también lo ilícito de las reacciones cerriles y violentas contra esas lacras, pues si la respuesta no es inteligente y pacífica, se añadirá con toda seguridad más injusticia a lo injusto, más injurias al oprobio, afrentas más hondas a la infamia existente. Ya lo había advertido el propio Lorca poco antes con su Leonardo en Bodas de sangre, mostrando cómo la furia y la crueldad no son respuestas válidas a los abusos, ya que solo agregan más iniquidad a la que hay. La historia de Yerma reiteraba ese aviso. El arrebato enfurecido de la protagonista le arrastra a cometer un homicidio que no la libera, sino que por el contrario hace irreversible hasta la eternidad su desdicha.

Para remarcar este mensaje moral lorquiano, el director hace sonar a gran volumen un documento histórico, donde se oye a Margarita Xirgu interpretar con una estremecedora vehemencia las palabras finales de Yerma tras asesinar a su esposo Juan: “Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, ¡yo misma he matado a mi hijo! ¿Cómo va a interpretarse este final como una violencia liberadora? Se entiende el afán de los círculos de Izquierda República por volver del revés ese hecho último de Yerma, pues “la revolución es la movilización del odio” -la sentencia es de Mao-, y se alimenta de señalar chivos expiatorios, haciendo creer que asesinando a los estigmatizados las situaciones de atraso se van a resolver como tras un ensalmo, por arte de magia. El autor de La casa de Bernarda Alba pone en boca de Yerma el “he matado” con que reconoce su culpa criminal. Y no hace que pronuncie el obvio “he matado a Juan” o “he matado a mi esposo”, sino algo mucho más trágico: “¡He matado a mi hijo!” Frase con la que el homicidio no afecta solo al otro. También, y profundamente, a sí misma. Se trata, así, de un asesinato autodestructivo, cuya violencia es por igual demoledora para la propia Yerma. Si alguien quiere darle una simbología política dentro de la vida colectiva, el dictamen lorquiano resulta más que evidente.

Tras anular esa edulcorada justificación del delito que cosificaba el drama, la tragedia de Yerma nos asalta con cuestiones vigentes que ahora adquieren un primer plano. Esa conexión entre lo escrito en el pasado y el hoy se recalca con el uso de teléfonos móviles entre los personajes y la presencia en el escenario de enormes pantallas que, en última instancia, solo emiten imágenes borrosas y sin sentido. La iconografía rural ha desaparecido, borrando las casas andaluzas, las fuentes públicas de las plazas, los rincones pintorescos, más apropiados para un costumbrismo al estilo de los hermanos Álvarez Quintero. Todo es conducido a su quintaesencia, válida a la vez tiempo para los tiempos actuales como para los pretéritos. Así lo exige un asunto tan activo en la sociedad presente como angustiosa en el transcurso de los siglos. ¿Debe una mujer sana aspirar a su plenitud vital dando a luz, o la decisión de tener hijos proviene de un imperativo social injusto? ¿El amor únicamente se culmina cuando se tiene descendencia, o se agota en una experiencia subjetiva?

Estos dilemas ya pudo verlos expuestos García Lorca, tras su llegada a Madrid, en la Raquel encadenada, pieza teatral de su admirado Miguel de Unamuno, cuya protagonista gozaba de una emancipación intelectual y económica, pero abocada a un matrimonio malogrado y estéril. Idéntica cuestión formulada por la ópera de Richard Strauss La mujer sin sombra (aquí “sin sombra” equivale a no embarazada, estéril), con un libreto del poeta Hugo von Hofmannsthal que se inspiraba, a su vez, en la dialéctica de fecundidad o infecundidad de La flauta mágica, de Mozart, así como en uno de los relatos fantásticos de Goethe en su Conversaciones de emigrados alemanes, que se hacía eco de una vastísima tradición que se remonta a la noche de los tiempos de la humanidad donde el terror a la esterilidad se consideraba uno de los castigos más inclementes de los dioses a la familia humana.

Hoy, la Yerma de Lorca nos interroga sobre el miedo a esa maldición, en sociedades occidentales donde el vertiginoso descenso de la natalidad ha replanteado esta disyuntiva vinculándolo al de la identidad de los sexos. A su vez, ¿es Yerma una mujer esclavizada por un orden social tiránico, o, por el contrario, ocupa un lugar preeminente cuyos privilegios solo se ven empañados por su falta de fertilidad? Sin duda, ya desde sus textos adolescentes, el creador del Romancero gitano había mostrado su enojo, e incluso exasperación, ante la carencia de expectativas de vida en las jóvenes campesinas que servían en la hacienda de su padre, condenadas a verse destrozadas en poco tiempo por una prole incesante.

¿Pero pertenece Yerma a esa categoría subalterna? ¿Dónde está la maldición, en la prole o en la infertilidad? ¿Representa su esposo Juan a las jerarquías sociales más poderosas o, muy al contrario, se ve abocado a un durísimo trabajo físico que cercena cualquier otro horizonte vital? En la representación la actriz Karina Garantivá encarna de forma espléndida a una Yerma cuyas heridas conviven con su orgullo y firmeza. No muestra una heroína débil o sojuzgada. Más bien ocupa la cúspide de los personajes femeninos del drama -por sus posesiones, su carácter, su poder-, lo que despierta la animadversión. Ya en el punto de partida, las lavanderas arrojan las primeras piedras. Una de ellas asevera: “La culpa es de ella que tiene por lengua un pedernal”. Pero esa soterrada lucha de clases sociales entre mujeres alcanza su máxima colisión cuando la madre del pastor Víctor, nombrada en la obra únicamente como “Vieja”, desliza en la mente de Yerma acusaciones -o soluciones- en relación a su problema que en todo caso rebajarán siempre a la protagonista y la derribarán de su altar social.

Vemos aquí un claro antecedente de lo que será la criada Poncia en La casa de Bernarda Alba, cuyo resquemor por su subordinación y el pasado de su madre, no puede alzarse en una rebelión directa contra Bernarda, de modo que toma el cauce de avivar los deseos ocultos de sus hijas y hacer revelaciones estratégicas en momentos clave, con consecuencias aniquiladoras para su enemiga de clase. Del mismo modo opera el personaje de la Vieja en Yerma, quien inocula el veneno letal en los oídos de la protagonista: “La culpa es de tu marido. ¿Lo oyes? Me dejaría cortar las manos. Ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo se portaron como hombres de casta. Están hechos de saliva”.

¿Se trata de una verdad que García Lorca nos revela utilizando la boca de la Vieja, como habitualmente se ha querido establecer? ¿O más bien nos encontramos ante una intoxicación ponzoñosa con la que avivar el odio cainita con el propósito de que sus enemigos se despedacen entre sí? ¿En un estado de irracionalidad causado por una pasión extrema, es posible que una persona, o una colectividad, incluso una nación, se ciegue a sí misma con insidias que solo pueden desembocar en su propia autodestrucción? ¿Estaría en lo cierto Dostoievski cuando advierte: “¡La ley de la autodestrucción y la ley de la supervivencia son por igual de poderosas en la humanidad!?”.

Ernesto Caballero multiplica las interpelaciones al público con su puesta en escena, haciendo de esta tragedia lorquiana despierte nuestra introspección y examen meditativo como en muy contadas ocasiones se logra. Nos propone que el destino estéril de Yerma, marcado a fuego en ella a través de su propio nombre, se trata de un fatum de los dioses que resulta posible revertir, pues ese hechizo, desde su punto de vista, solo es producto de un miedo paralizante que le lleva a creer a la persona que está predestinada. Superar ese pánico absurdo daría paso a una liberación del hado que piensa la condena sin remisión. Nosotros todavía consideramos, sin embargo, frente a esta sugestiva interpretación psicológica de Ernesto Caballero, que García Lorca sí creía en la presencia de fuerzas sagradas capaces de condenar a los seres humanos por su hybris. Eso le permitió realizar aquella re-teatralización que consistía en un retorno a los orígenes de lo trágico con Esquilo, Séneca o Calderón, pues la existencia de fuerzas sobrehumanas en todos ellos era una cuestión que el dramaturgo granadino aceptaba de corazón. En cualquier caso, hemos de entender, ante todo, esta retadora puesta en escena. A partir del presupuesto de que el castigo a la esterilidad fuese reversible, se comprende mejor la acción de la vieja conjuradora Dolores, cerca de un simbólico río, quien tras su sortilegio, le promete a Yerma: “Ahora tendrás un hijo. Te lo puedo asegurar”.

En este punto, el director ha introducido una sugerente escena en la que una res lanar ha sido descuartizada. Y que bajo los efectos de los mágicos golpes de un cayado sobre el suelo, se recompone. Sus desgarros cicatrizan y recobra la vida. Esta seductora escena, repleta de plasticidad, nos sugiere la conocida trayectoria del dios de lo trágico, Dionisos, sentenciado a su descuartizamiento en el transcurso de las bacanales, para a continuación ser recompuesto y vuelto a la vida. Aquí, el mismo proceso de la res parece aludir a un posible recorrido semejante de Yerma: desgarrada por el infortunio, podría quizás retornar a una existencia plena alcanzando la fertilidad. Para ello, debería superar su miedo, y, más aún, su odio. Esa posibilidad se remarca por la forma de interpretar el último diálogo entre Juan y su esposa Yerma, cuando él le propone: “Ha llegado el último minuto de resistir este continuo lamento por cosas oscuras, fuera de la vida”. El actor Rafael Delgado plasma frente a Karina Garantivá una escena memorable. Nunca habíamos visto este diálogo tan cargado de amor, fe en el futuro e íntimas promesas de reconciliación. ¿Podrían estos sentimientos sobreponerse y vencer al poder de los hados?

Ernesto Caballero nos trae una Yerma que no solo nos hace gozar del vigor estético de Federico García Lorca, sino que libre de viejos estereotipos, también nos inquiere, nos desafía, nos entrega a la meditación.

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