Aunque, evidentemente, sea este el más alto galardón, no es el Nobel el primer reconocimiento al que se ha hecho acreedora Annie Ernaux (Lillebonne, Normandia, 1940). La escritora francesa ha acumulado numerosos premios, dentro y fuera de su país, como el Strega, el Marguerite Yourcenar, el de la Lengua Francesa, el de la Academia de Berlín el Renaudot, y el Formentor de las Letras, entre otros. Se ha puesto en valor así una obra singular en la que la autoficción, esa deriva tan transitada y exitosa en los últimos tiempos, un especialmente descarnado sello personal. Porque si bien es cierto que sus cultivadores suelen transitar por el filo de la navaja a corazón abierto -ahí están sus compatriotas, que se declaran sus seguidores, Emmanuel Carrère, Virginie Despentes, Édouard Louis, o Didier Eribon-, adquiere un especialmente descarnado sello personal, porque quizás pocos sean tan directos, tan crudos, en lo que cuenta y en cómo lo cuenta. Ernaux prefiere decir, antes que autoficción, “escribir la vida”. Y la vida suele ser bastante cruda, bastante inclemente.
Es autora de una considerable producción –La mujer helada, Una mujer, No he salido de mi noche, Los años, El lugar...-, que en España básicamente ha publicado Tusquets, algún título Krk, y la editorial independiente Cabaret Voltaire, que ya ha anunciado la próxima aparición de más títulos de Ernaux. Y precisamente este sello nos ha regalado este año Los armarios vacíos, la novela germinal, la primera escrita por Ernaux, que en Francia se publicó en 1974. Por eso si queremos adentrarnos en su obra de manera que conozcamos cronológicamente su existencia, Los armarios vacíos es la obra perfecta para ello. No pasen por alto la espléndida cita de Paul Éluard que la encabeza: “Guardé falsos tesoros en armarios vacíos / Un inútil navío une mi infancia a mi fastidio / Mis juegos a la fatiga”.
Los armarios vacíos se estructura como un largo flashback narrado en primera persona por Denise Lesur, una joven que ha acudido a que le provoquen un aborto. Así comienza el monólogo: “Cada hora hago tijera, bicicleta o el ejercicio de pies en pared. Para acelerar la cosa. Inmediatamente se despliega un calor extraño en alguna parte de mi bajo vientre, como una flor. Violácea, podrida”. En algunos momentos de la novela, hay referencias a este hecho, pero su núcleo lo forman la evocación de su infancia y adolescencia, el recuerdo de sus padres.
El escenario principal es la tienda-bar que regentan los padres de Denise, adosado a la vivienda familiar: “No es un comercio cualquiera, es el único de la Rue Clopart, lejos del centro, casi en el campo. Clientela a porrillo, que llena la casa, que paga a fin de mes”. Es un establecimiento modesto poblado por clientes variopintos: obreros, “viejecitos del asilo”.... Al principio no se siente extraña a ese entorno ni a su familia: “La Denise Lasur, que creció entre el humo, el tabaco de mascar, los tomates reblandeciéndose tras las contraventanas bajadas en verano... y la felicidad de los gatitos al abrir los ojos y ponerse a mirar, todo me resultaba maravilloso”.
Pero pronto empieza a sentir el abismo que la separa: “Cinco años, seis años, creo que los quiero. Dios mío, en qué momento, qué día la pintura de las paredes se vuelve horrenda, el orinal empieza a apestar, los tipos del bar se convierten en borrachines, en despojos... Cuándo comencé a sentir pánico a parecerme a mis padres...”. Especialmente supone un punto de inflexión su paso por la escuela privada, donde la matriculan sus padres, que es también descrita en detalle. En la escuela, descubre que hay “dos mundos” y empieza a compararlos: “Yo vi enseguida que aquello no se parecía a mi casa, que la maestra no hablaba como mis padres”.
Trata de buscar un equilibrio, que resulta imposible: “Puede que nunca hubiera equilibrio entre mis dos mundos. Así que tuve que escoger uno, como referente, no me quedó más remedio. Si hubiera elegido el de mis padres, o, aún peor, el de la familia Lasur, donde la mitad carburaba al tintorro, no habría querido triunfar en la escuela, no me habría importado vender patatas detrás del mostrador, no habría ido a la facultad. Tuve que odiar toda la tienda, el bar, la clientela de pobres gentes que vivían de fiado”.
Denise, como la propia Annie Ernaux, estudia y se transforma en una persona bien distinta a la que quizá estaba predestinada. Y se da cuenta de las hondas diferencias sociales entre clases, que ya percibe en el colegio. Se convierte en una desclasada, algo que marca la vida y la figura de la flamante premio Nobel. Quiere poner sobre la mesa algo que a su juicio parece obviarse: “Nadie habla nunca de ello, de la vergüenza, de las humillaciones, olvidamos las frases pérfidas que recibimos en plena cara, sobre todo de pequeñas. De estudiante... Se burlaban de mí, de mis padres. Humillación”.
La protagonista de Los armarios vacíos siente vergüenza y culpa: “Solo me faltaba tener que empezar a despreciar a mis padres. Todos los pecados, todos los vicios. Nadie piensa mal de su padre o de su madre”. Vergüenza y culpa que vertebran una obra que nos habla, que denuncia, la opresión de los dominados. Pero que también, lo pretenda o no, nos habla de un sistema en el que es posible el ascenso social, en el que no hay una condena absoluta a permanecer encadenado a la tienda-bar de los Lasur. El propio caso de Annie Ernaux es un evidente ejemplo, transitando desde ese espacio humilde a los estudios universitarios, la docencia y el premio Nobel.