Cuando Paul Schrader, en la primera mitad de los años 80, se propuso rodar una película biográfica sobre Yukio Mishima –autor también, entre otros títulos, de las novelas Vestidos de noche y La escuela de la carne, y del ensayo La ética del samurái en el Japón moderno-, escogió tres novelas: El pabellón de oro, El color prohibido y Caballos desbocados. Su viuda vetó El color prohibido, seguramente por el tratamiento tan personal y franco de la homosexualidad en ella, y Schrader la sustituyó entonces por La casa de Kyoko, novela que Mishima publicó en el año 1959, y que había recibido valoraciones muy dispares: desde la de ser su primer gran fracaso, hasta constituir un fresco generacional del Japón del inicio del boom económico. Sin embargo, cualquiera que vea la película de Schrader, Mishima: una vida en cuatro capítulos, y que lea el libro, estará de acuerdo en que gran parte de ese ambiente ambiguo, denso e incluso agobiante que rezuma el film viene de esta novela muchas veces olvidada.
La casa de Kyoko no estaba traducida al español hasta ahora. Es una novela extensa, de más de quinientas páginas, que narra la iniciación a la vida de cuatro jóvenes en los que algunos han visto proyecciones del mismo Mishima. Como ocurre en casi todas las novelas de este autor, su lectura es rápida, ligera, aunque deja huella. Es escritura de cincel fácil. La figura central, que da título a la novela, es Kyoko, una mujer joven separada, que vive con una hija de nueve años, Masako. La suya es una casa abierta, y en ella se reúnen cuatro jóvenes con inquietudes muy diferentes, pero unidos por un desconcierto profundo, lírico y contradictorio con respecto a la vida: el pintor místico Natsuo, Osamu que es actor y culturista, el boxeador Shunkichi y Seichiro, practicante de la ascesis de los negocios y la aparente vida burguesa acomodada gracias a un matrimonio ventajoso.
Hay en todos ellos pinceladas del Mishima que acabó suicidándose en un acto público desesperado e histriónico. Está el estoicismo zen y samurái, el culto al cuerpo como intento de domeñar una mente siempre a la fuga, el sensualismo desbocado y profundamente perturbador, la belleza del suicidio como colofón a una vida secretamente heroica, la ambigüedad sexual y la enorme admiración a la sinceridad y a la coherencia. Esta unión de vida y obra que se da en Mishima es por lo demás extraordinaria, como si el joven novelista tuviera ya en su cabeza las semillas de lo que sería su final, y cada acto físico y cada producto de su mente compusieran una flor póstuma, regalada al destino.
Es sumamente interesante leerlo con la mente en otras obras iniciáticas como Camino de perfección de Baroja o El guardián entre el centeno de Salinger, tan diferentes, pero tan similares en un fondo oscuro que acoge la desafección juvenil con el mundo, y la contradicción íntima como estado vital. Kyoko, la eterna anfitriona, huye del olor de los perros que rodean al padre de su hija. Ese olor es una desviación más, una condena al sufrimiento impuesta por el otro y por uno mismo. Osamu, el actor culturista necesita sentir dolor y la idea de la muerte estimula su fantasía. Shunkichi se entrega al final a una sociedad política similar a la que creó el propio Mishima, la Sociedad del Escudo, que pretendía reinstaurar el régimen imperial anterior a la Segunda Guerra Mundial.
En cada personaje, la autodestrucción es una forma de redención, a la vez terrible y bella. El martirio es siempre sublime, idea que acerca Mishima al imprevisible Buñuel. El libro está trufado de citas y pensamientos hirientes como cuchillos de cristal. Terminaremos con uno de ellos: “Por regla general, las personas que no eran amadas tenían razones en perseverar en seguir sin ser amadas. La razón era escapar lo más lejos posible del motivo por el cual no eran amadas.” Así terminan los cuatro protagonistas y la propia Kyoko, escapando lo más lejos posible del motivo por el cual no son amados, escapando, en definitiva, de ellos mismos.