Esta eclosión gastronómica actual, con lluvia de estrellas Michelín a diestro y siniestro, nos tiene a casi todos metidos en harina. No es que tengamos que sufrir metamorfosis culinaria a manos de estos excelsos de los fogones, el gran reto es saber interpretar el significado de estos manjares de tan rigurosa elaboración y no menos exigente presentación.
Veamos, una gamba, así como suena, parece no tener la galanura suficiente en este formato expresionista del nuevo comer, pues cuando a este crustáceo decápodo se le pone la etiqueta Michelín estaríamos hablando de “Suspiro de gamba con tempura de mar de fondo fuerza cuatro sobre marejada de espuma, acompañado de rompientes y resaca a la puesta de sol” Y la gamba tan feliz. Otro ejemplo, al llamado atún de toda la vida, pues no se alarmen si lo que les recomiendan los expertos viene a denominarse: “Escombrido en salsa de canela y aliento de grosella, salteado a la comba con aroma de aparejo reposado en su jugo sobre cama de lampiño tomate sherry en cuerda floja de cebolla”
Miren ustedes, como en España no se come en ninguna parte del mundo. Da igual el lugar y la hora. Se come muy bien. En eso estaremos de acuerdo porque somos la leche en el manejo de las ollas y sartenes. Y ya ni les cuento sobre la materia prima que por tierra mar y aire nos gastamos en cualquier punto de nuestra geografía. Ahora bien, el problema deriva cuando toca desentrañar en la carta lo que se come, que a veces es como leer los ingredientes en un pentagrama.
Opino que en esto de cocinar el mérito viene de nuestras madres y nuestras abuelas con su legado de pucheros, cazuelas, y otras sabidurías ocultas. De manera que si ahora estamos en la cresta de la ola en docencia culinaria, -cosa que de un tiempo a esta parte no hacemos otra que cocinar en televisión o mediante libros y revistas-, es sin duda por la riqueza y variedad de talentos que no paran de evolucionar en esto del comer; o sea, que estamos ante una cuestión de pura genética.
Para empezar, en la casa de una madre no es que se coma bien, es que el paladar se contorsiona. Es como si los sabores tuvieran fiebre y tu madre te diera Vips Vaporub sobre pecho y espalda. Y en mi modesta opinión, creo que de ahí emana la auténtica cocina, o sea, la de toda la vida de Dios cuando se come con la calidad de una madre, pues ese es el origen de todo lo que comemos. La reina Doña Leticia recientemente ha dicho que somos lo que comemos, lo que pensamos y lo que respiramos. Razones no le faltan, porque miren ustedes, basta el entrar en uno de esos lugares con manteles de cuadros y puchero presto para entender que el guiso de la casa está para quedarse a vivir.
Y de todo ello proceden esos otros olimpos de la alta cocina o de la nouvelle cuisine ya referidos, dignos de todo elogio, por cierto, y a los que nada conviene reprochar, salvo esa manía de pasar el género por una pila bautismal y ponerle a todo lo comestible un nombre fuera del santoral. Ese es el fundamento y la diferencia entre fogones de siempre y los de hoy, porque no me negarán que esta cocina de vanguardia más que mimar a un rodaballo parece que lo someten a una autopsia en el anatómico forense, eso si se cuenta con una sola estrella Michelín, si la cosa es de lluvia de perseidas , ni les cuento el proceso de tortura hasta reducirlo al tamaño de un guisante mediante gaseo con hidrógeno líquido y bomba de cobalto; y gracias que se trate de un pescado, porque si no le pondrían palillos entre las uñas para que cantara una vez emplatado.
Confieso que a mí eso de comer en sentido figurado lo tengo en respetuosa condescendencia, ahora bien, prefiero distinguir un huevo frito con morcilla de Burgos más que otra cosa, porque un huevo en todo orden de gallina nunca debiera ser irrespetuoso con el comensal cuando te lo presentan como: “Redoble de gallina al nido con yema al moje y bodoque de puntilla, acompañado de soplo burgalés sobre aroma de cacareo a los albores de corral”
En fin, cocina de humor aparte, vaya todo mi cariño y respeto a mis admirados chefs capaces de escudriñar en los paladares ajenos hasta conseguir doblegar a las papilas gustativas como si éstas fueran corceles desenfrenados. A ellos les debemos, no solo la docencia culinaria de hoy, sino también el afinamiento de los placeres sensitivos, tales como el gusto, el olfato y la vista. Es lo que tiene el saber a quién o a quienes nos estamos comiendo en cada momento.