Vientos de Levante, de Carolina África
Directora de escena: Carolina África
Intérpretes: Carolina África, Paola Ceballos, Jorge Kent, Pilar Manso y Jorge Mayor
Lugar de representación: Teatro Galileo (Madrid). Gira por España
Por Rafael Fuentes
Los efectos enloquecedores del viento en la costa gaditana son más que proverbiales. Hace casi doscientos años, un insigne viajero británico, Richard Ford, que llegaba por primera vez a este resplandeciente litoral recibía la siguiente ofuscada impresión: “Cádiz, como residencia, es aburrida, pues es poco más que una prisión marítima; el agua es mala, y el clima, cuando soplan los vientos solanos, detestable; este es su Siroco; el mercurio del barómetro sube entonces a seis o siete grados, los indígenas se vuelven casi locos, sobre todo las mujeres, y el viento inquisitivo pone de relieve todo lo que contiene de malo la constitución.” Ahora, en nuestros días, una joven dramaturga emergente, Carolina África, envía a la protagonista de su obra -una autora en ciernes, Ainhoa-, a ese mismo litoral gaditano para ser agitada por idéntico torbellino de aire que sirve de simbólico título al drama: esos vientos de Levante que perturban la mente y el corazón de los personajes que allí habitan.
Es sabido que las infatigables rachas que soplan desde el mar de Alborán hacia el Estrecho de Gibraltar son atosigantes en las jornadas de verano y que la propia orografía de la zona configura un embudo geológico que multiplica la velocidad de las trombas de viento. No deja de estar arraigado el mito según el cual esa especie de Siroco mencionado por Richard Ford causa un elevado número de demencias. Un viento de Levante, en efecto, inquisitivo, en palabras de Ford, capaz de poner al descubierto todo lo maligno que nos acecha desde situaciones en apariencia cordiales. Carolina África no desaprovecha ninguna de las posibilidades metafóricas que nos ofrece esta singular meteorología para convertir el viaje estival de su personaje Ainhoa en un peligroso descenso al absurdo, la agitación del alma, la locura humana y el amor condenado a la muerte. Todo un universo adverso que pondrá a prueba su temple, amenazando su estabilidad y entereza, pero que finalmente, en vez de abatirla o hacerle naufragar, le servirá de aprendizaje para fortalecerla y afianzar en ella un sólido brote de melancólica esperanza.
El inicio de este viaje físico y simbólico posee un tinte de humor costumbrista con el que se capta la atención del público en una clave cómica, que, en realidad, en Vientos de Levante permite atemperar con las constantes sonrisas lo tremebundo de la historia de fondo. Es voluntad de la autora no deprimir al público en ningún momento, pese a las siniestras experiencias que están por llegar. ¿La disputa por los asientos en un tren de alta velocidad de Madrid a Cádiz con la que comienza la obra cae del lado de la anecdótica diversión costumbrista, o quizá, por el contrario, se aproxima mejor al disparate del Ionesco más humorista? Sin duda, la escena viene a ser una suerte de calculada confluencia entre ambos en un registro estilístico propio de Carolina África, que va más lejos de los procedimientos en los que se inspira. Superándolos, o al menos dando a luz una fórmula nueva capaz de ofrecer poliédricamente muchas lecturas y múltiples emociones en una sola acción. La joven creadora madrileña dispone ya de un estilo personal cuyo desarrollo vaticina tardes de teatro que esperamos con fruición.
La llegada de Ainhoa a su destino aclara las intenciones últimas de la pieza. Allí se encuentra con su amiga Pepa, psicóloga en un centro psiquiátrico, y asistente en una institución para enfermos terminales que aguardan el inminente desenlace de su vida. Carolina África, que no solo ha escrito el texto de Vientos de Levante, sino que dirige el montaje e interpreta al personaje de Ainhoa, divide a partir de ese momento el espacio escénico en tres mitades, con tres significaciones distintas pero complementarias. A la derecha del espectador, medio escenario se consagra a la locura: es la sala o el patio del hospital psiquiátrico por donde deambulan los tres pacientes de Pepa. Una santísima trinidad de simpatiquísimos lunáticos que la doctora sabe manejar con astuta y bondadosa mano izquierda.
En el otro lado del escenario la mirada del público descubre la devastadora realidad de Sebastián, un joven enfermo terminal de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), que, junto a Pepa, lucha por vencer la desesperación ante los efectos demoledores de esta terrible dolencia y la expectativa de una muerte cercana. Una conmovedora batalla de la que sale vencedor con la ayuda de Pepa, en una victoria sobre la angustia y el pesimismo en la que consigue realizar sus sueños vitales coronados por el amor. El tercer espacio la constituye la línea delantera del escenario, dedicada a la ribera del mar donde el protagonismo no recae ni en la arena de la playa ni en el plácido oleaje a los pies de los personajes, sino en ese simbólico viento de Levante que agita con furia los cabellos de sus cabezas, o más bien sus propias cabezas, mentes, pensamientos y sensibilidad, proyectos y juicios zarandeados de manera inmisericorde. Ahí Ainhoa conoce a un enigmático joven, cuya fusión entre la dulzura y lo siniestro da origen a una sugestiva historia que no dejará de sorprender al espectador.
La acción no se desenvuelve de un modo lineal. Gira alternativamente de una a otra trama en esos tres lugares rotativos, donde siempre está brotando parte de un relato cuya visión íntegra se nos sugiere pero no se nos muestra en su totalidad. La particular mezcla de ternura, humor y trasfondo de feroz absurdo de Carolina África, es marca de la casa de la autora que pone un sello propio inconfundible a cada peripecia, a cada personaje, a cada movimiento, a casi cada gesto de los dramas que se van desarrollando. Todo tiene un haz y un envés dados simultáneamente. Un brillante juego de estilo de la autora de Verano en diciembre -Premio Calderón de la Barca-, que augura una prometedora trayectoria teatral. Así, nos muestra a Antonio, un afable y ansioso demente que se cree escritor y que nos deleita con sus desternillantes y muy sinceras poesías. ¿Pero, en el reverso de Antonio, no se nos habla del componente de locura de toda creación, incluso el grado de hipocresía encubridora de esa literatura que se hace pasar por cuerda?
Junto a Antonio, tenemos a Maxi, un alma bendita que se imagina ser un feroz sicario. ¿Pero entre los más cuerdos y decentes no se ocultan los peores delincuentes, con su ínfima moral enmascarada tras dignos cargos en despachos y casas de lijo? Nos encontramos asimismo con una casta paciente que cree estar embarazada de algunos de esos famosos que inundan las infinitas pantallas de nuestra sociedad. ¿Pero no está, ciertamente, la masa social preñada de esas efigies de la telebasura y otros desperdicios que nos llegan por vía digital? Haciendo una ligera paráfrasis de Larra, cabría preguntarse: ¿dónde están los locos, en el manicomio, o más bien fuera de él en un sinsentido masivo? Más bien parecen residir en el exterior, en una demencia sin reclusión que cada día desvela mejor su dimensión global.
Con Sebastián se da visibilidad a enfermos cuyo padecimiento suele ser ignorado, olvidado, oculto para nuestro sosiego y egoísmo emocional. Poner a Sebas en escena supone no solo otorgarle esa visibilidad sino permitir un ejercicio de empatía hacia realidades que nos inclinamos a desatender por falta de coraje. Sebas pertenece a la egregia saga de las heroínas aciagas de Dumas, de Violetta, Mimi, o la Jennifer Cavilleri de Love Story, de Erich Segal, quienes han encarnado durante siglos las muertes más románticas de la cultura occidental. Aunque Carolina África quiebra la serie en dos puntos cruciales. Las muertes de aquellas heroínas implicaban una mirada androcéntrica: la chica moría en medio de una historia de gran amor para que su compañero la rememorase en una eterna elegía.
Ahora, en Vientos de Levante, la perspectiva cambia sustancialmente, ya que el suceso se ve desde un punto de vista femenino. Ya no le toca morir a la mujer para electrizar de compasión al público -hubo ocasiones en que la Mimi de La boheme tuvo que morir diez, quince, veinte veces, en la misma función, porque el auditorio bramaba enardecido reclamando volver a ver la misma folletinesca defunción-, sino que quien muere es un hombre y se explora el efecto de este hecho en la sensibilidad de una mujer. Roto ese estereotipo, la autora corrige sabiamente aquella tradición en otro punto esencial: se doblega el material melodramático. El sufrimiento convive con la vitalidad -lograda duplicidad de nuevo de Carolina África-, del mismo modo que Pepa no trasmite un mensaje depresivo: hay que realizar nuestros sueños viables y despedirse con una sonrisa.
Visualmente, esa despedida queda simbolizada por el ocaso del sol en la línea del horizonte del mar. La autora y directora ha querido hacernos partícipes de ese acontecimiento también con el diseño de luz. Unos focos laterales barren nuestros ojos con un intenso haz de fulgor naranja. Nos hiere con la acrimonia del ácido cítrico y nos apacigua con la evocación de una bellísima puesta de sol. Una vez más, el mismo hecho muestra de forma simultánea su anverso y su reverso. Carolina África posee el don de hacernos sentir de un solo golpe lo dulce y lo tremendo en cada suceso de nuestra vida.
De este modo, la vivencia de Ainhoa en este rincón de la bahía de Cádiz resulta cruel y lacerantemente adversa, al mismo tiempo que acaba por estar repleta de una experiencia de feliz creatividad. Y lo uno no puede desanudarse de lo otro. Su relación con ese hombre misterioso que regala siempre caramelos, quizá porque sepa que él mismo es esencialmente amargo, podría haber sido demoledora. Pero a la vez es el desencadenante de la creatividad de Ainhoa, que por fin cumple su deseo de escribir un libro. Un libro cuyas páginas aventa justo el viento de Levante como semillas repletas de fecundidad. Que a Ainhoa la encarne como actriz la propia Carolina África le da un innegable toque de autoficción.
La autora ha culminado su periplo de aprendizaje en este bildungsdrama, en una época donde lo precario, lo efímero y lo frágil invitan a la desesperanza. Pero la dramaturga posee la valentía y la inteligencia de descubrir el lado creativo de esa peripecia aciaga. Toda una declaración de principios para la época en que está escrita la obra. El viento de Levante, esa especie de siroco inquisitivo, según lo calificaba Richard Ford, sí deja al descubierto lo peor de nuestra naturaleza. Pero también, parece añadir Carolina África, ayuda a barrer el rencor y la tristeza para reiniciar una vida limpia. Un inapreciable mensaje de optimismo realista de esta joven mujer de teatro.