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EL TEATRO EN EL IMPARCIAL

Por toda la hermosura, de Nieves Rodríguez: Un Jueves Santo laico

viernes 30 de junio de 2017, 17:26h
La investigación escénica del Laboratorio Rivas Cherif, auspiciado por Ernesto Caballero desde el CDN, sigue ofreciendo sus sorprendentes resultados. Obras teatrales de profunda experimentación que no se ven abocadas a producciones precarias. Es el caso de la autora emergente Nieves Rodríguez, que con su Por toda la hermosura, nos proporciona una insólita versión, poética y a la vez ritual, del espantoso drama de los refugiados de guerra.

Por toda la hermosura, de Nieves Rodríguez

Director de escena: Manu Báñez

Intérpretes: Ester Bellver, Jesús Berenguer, Javier Carramiñana y Esther Isla

Lugar de representación: Teatro Valle-Inclán (Madrid)

La situación de los refugiados es un asunto reiterado con insistencia en la última dramaturgia española, recuérdense sin ir muy lejos Tratos, de Ernesto Caballero, La rebelión de los hijos que nunca tuvimos, de QY Bazo, o Refugio, de Miguel del Arco, entre las más recientes. La joven autora Nieves Rodríguez imprime un sello muy personal a esa tragedia continua que se repite como una pesadilla en todos los tiempos y en todos los rincones de los cinco continentes del planeta. La dramaturga renuncia, ante todo, a cualquier fórmula realista por razones que se explican implícitamente dentro de su propio drama Por toda la hermosura Un modelo de teatro-documento, por ejemplo, u otro recurso naturalista similar, mostraría sucesos de por sí espantosos. Para la autora tendría, sin embargo, la deficiencia de limitarse a unos hechos locales y a una pálida narración externa de lo acontecido.

Nieves Rodríguez busca otra cosa. No desea hablar de una guerra concreta, sino del hecho de la guerra en general, incluyendo todas las contiendas particulares. Del mismo modo, no se propone una exposición cutánea de la corteza de los conflictos bélicos y sus terribles efectos en la población civil inocente que huye, sino captar y revelar su esencia interior, aquella que escapa a la simple mirada descriptiva. Quizá por ese motivo, uno de los personaje de Por toda la hermosura, “Una Madre”, desprecia sin paliativos a los reporteros que reseñan los acontecimientos. La fraseología informativa de estos -muy ambigua por lo demás- demuestra que no comprenden lo que de verdad sucede en el alma de esas gentes. Por ello, Nieves Rodríguez opta por crear una escena simbólica que indague tras las apariencias, desarrollada mediante un lenguaje profundamente poético que saca a la luz el trasfondo oculto.

El espacio simbólico está construido en el bosque. La familia de refugiados no se guarece en ningún inmueble, bajo ninguna cabaña o lona. Su refugio es precisamente un claro del bosque, que en el escenario se cifra en la tierra húmeda y fangosa, como la que se pisa en una febril pesadilla. Los tres miembros de la familia expoliada por la guerra carecen de nombres propios. Su denominación es genérica y esencialista al mismo tiempo: “Un Abuelo”, “Una Madre” y “Una Hija”. Ni siquiera “el abuelo”, “la madre” o “la hija”. Apuntan, más bien, a todos los abuelos, todas las madres y todas las hijas, perseguidos por la furia de cualquier guerra en cualquier tiempo o lugar. En cierto modo evocan los arquetipos humanos de los Autos sacramentales, más aún en la manera en que fueron actualizados para el mundo contemporáneo por José Bergamín, Miguel Hernández o Federico García Lorca en Así que pasen cinco años o Bodas de sangre.

La autora ha tenido buen cuidado en que cada uno de estos tres personajes encarne un eslabón generacional distinto en colisión con los demás. “Un abuelo” representa a la primera generación. Postrado, inválido, con una pierna inutilizada por la gangrena, sobrevive gracias a los recuerdos de antes de la guerra, e incluso de otras guerras. Javier Carramiñana da vida de forma entrañable a esa existencia miserable que se sobrepone con facilidad al dolor o la desesperanza a través de remembranzas que han sido expurgadas de cualquier aspecto negativo y que por ello son una continua inyección de júbilo. Algo que entra en fuerte choque con su hija, el personaje “Una Madre”, porque esta es la encargada de mantener a la familia y no puede entregarse a ningún tipo de rememoración. En ella, el durísimo presente lo domina todo. Ester Bellver ha creado una contundente madre, a quien la responsabilidad y la amargura llegan a conferir una fisonomía andrógina e iracunda. Las estrategias a las que se ve obligada a recurrir quedan en un siniestro trasfondo.

“Una hija”, interpretada por Esther Isla, trasmite desde los primeros compases de la obra, una innata sensualidad donde se designa una apetencia de futuro, incluso una confianza en un cambio radical. Ninguno de ellos puede compartir la actitud de los otros. Aunque se amen, los brotes de ira resultan incontrolables. El deseo de futuro de “Una Hija” no puede amoldarse al pragmatismo de “Una Madre”, mientras que la dureza de las obligaciones hace que esta última aborrezca las ilusiones. Ninguno de ellos está en condiciones de participar en la posición vital de cualquier otro miembro de la familia.

Sobre “Una Madre” recae un fardo suplementario. En el terror de la noche, en plena huida, disparó contra una sombra. La sombra correspondía a otro refugiado que escapaba con su hijo. Su disparo lo ha matado. Se trata de esa eterna condena de la guerra que obliga a los inocentes a convertirse en culpables contra su voluntad. Ahora, el hijo, llamado “Otro” merodea por el bosque para saldar el ajuste de cuentas. Estamos, pues, de nuevo, ante esa espiral de venganzas que la violencia desencadena transformando en homicidas a quienes en un principio eran inofensivos.

En esta infernal encrucijada, el bosque de Por toda la hermosura simboliza la pérdida de la más elemental racionalidad y el extravío de los principios humanos. Algo que enlaza con una extraordinaria tradición teatral: la espesura donde se pierde la Fedra de Séneca, los bosques de Shakespeare en Sueño de una noche de verano o en La tempestad, o el mismo bosque donde la Luna lorquiana de Bodas de sangre da caza a los dos infortunados contendientes que se van a dar mutua muerte. Es el reverso de la razón, el desvanecimiento de la lógica, el brote de lo primario, el ámbito de lo incontrolable. En este espacio mítico no tienen ya cabida las conversaciones coloquiales más o menos convencionales. A este territorio le corresponde más bien el lenguaje poético propio del mito y del teatro de los orígenes.

Encontramos así diálogos que proporcionan cabida a lo lírico, a lo elegíaco, a las metáforas, a los símiles atrevidos, a las personificaciones. Perfectamente comprensibles, pero muy lejos del habla utilitaria. Sin duda no se trata en modo alguno de un adorno estilístico superpuesto a una realidad descarnada. Muy al contrario estamos ante una palabra lírica que tiene como misión revelar lo que permanece velado y secreto, propósito fundamental en la obra de Nieves Rodríguez. En algún momento, esas palabras poseen resonancias del lirismo propio de la Luna en el bosque de Federico García Lorca. Aunque la referencia esencial no deja de ser la filosofía lírica de la pensadora malagueña María Zambrano. No en balde uno de los textos primordiales de Nieves Rodríguez es la pieza poética La tumba de María Zambrano (Antígona, 2016). Como en el pensamiento de María Zambrano, el objetivo no es otro que descifrar con la expresión poética lo oculto en el bosque y en el alma atormentada de los seres degradados por la violencia. Es lo que la autora ha denominado “palabras mágicas”. Se trata de un objetivo de implicaciones místicas en cuanto posee la voluntad de indagar en lo misterioso. Algo que concuerda a la perfección con el propio título del drama, no elegido precisamente al azar: Por toda la hermosura, verso con el que comienza el poema “Glosa a lo divino” de San Juan de la Cruz compuesto en 1585. El verso lo había tomado el místico carmelita de una copla amorosa popular: “Por sola la hermosura nunca yo me perderé”, sustituyendo únicamente “sola” por “toda”: “Por toda la hermosura nunca yo me perderé”.

Un pequeño cambio que trasfigura la hermosura corporal del amante en la hermosura sagrada del cosmos, que la familia de la obra vive como una ausencia, un vacío, un desgarro tras el cual solo quedan cenizas. El grupo humano arrojado a este abismo intenta mitigar esa desesperación mediante múltiples juegos. Todos condenados a la decepción. “Una madre” regala una muñeca a “Una hija”, algo que no logrará producir ninguna distracción en ella porque la barbarie le ha obligado a madurar a pasos agigantados. La familia también se entrega al viejo juego de escavar fosos, donde enterrar todo aquello que desean hacer desaparecer: la tristeza, la enfermedad, el hambre, la muerte. Un juego de las ausentes épocas felices que no consigue ahora su mágica finalidad. Pero, sobre todo, en la pieza de Nieves Rodríguez impera otro juego omnipresente: una eterna partida de ajedrez que se alarga en el tiempo sin llegar a ningún desenlace.

Este ajedrez simbólico evoca de forma inevitable -y, a la vez, se convierte en una réplica-, la célebre obra del teatro del absurdo: Final de partida, de Samuel Beckett. El título del genial dramaturgo dublinés hace referencia al tablero de ajedrez cuando ya quedan muy pocas piezas en pie. Tal como sucede con los cuatro agonizantes de Final de partida, y exactamente igual que ocurre con los cuatro exhaustos protagonistas de Por toda la hermosura, como los últimos supervivientes de una gran devastación. En Final de partida, ya es famoso que Hamm -quizá evocación sonora o alusión esquinada a Hamlet-, permanece sentado de manera perpetua, de modo análogo a “Un abuelo” de Por toda la hermosura, postrado en su silla porque su pierna gangrenada le impide levantarse y caminar.

El paralelismo entre ambas no acaba aquí. En Final de partida de Beckett, Hamm representa a la pieza del Rey, con su limitado movimiento en las cuadrículas del tablero, lo que se repite por igual en Por toda la hermosura, donde “Un abuelo” encarna idéntica ficha del Rey. Y en las dos obras, mientras ese maltrecho rey respire no habrá ningún final de partida. En el drama de Nieves Rodríguez, el tablero de ajedrez, con esas postreras piezas, aparece duplicado en dos lugares simultáneos: en el primer término del escenario, ante el público, para reproducirse después en la mesa central en torno a la se reúne la familia de refugiados, junto a la silla de “Un abuelo”, que de vez en cuando continua esa infinita partida de ajedrez. Pero lo esencial tanto en el drama de Beckett como en el de Nieves Rodríguez, es que ese final de partida no parece concluir jamás, en una parálisis infernal del tiempo. Los supervivientes están atrapados en un presente eterno sin expectativas, con un efecto demoledor.

Como expone Clov en Final de partida: “Un grano se añade a los otros, uno tras otro, y un día, de repente, es un montón, un montoncito, el montón imposible.” Este tiempo acumulado y a la vez desesperadamente estático, ese carácter inmóvil, Nieves Rodríguez lo ha reforzado aún más para los refugiados que esperan, concentrando todas sus acciones de un periodo determinado en un solo día de la semana: un jueves. No, obviamente, en un jueves de un día del mes, de un año preciso, sino en un jueves perenne que anula cualquier promesa de progresión. Una monstruosa condena a esos refugiados de una guerra en su bosque-cárcel, como un castigo insufrible a su delito de ser supervivientes. El eco de Final de partida no se ha desvanecido aún aquí.

De hecho, la pieza lleva por subtítulo esa mención a ese cuarto día de la semana: “Cartografía textual para un jueves”. ¿Por qué “un jueves”? ¿Podría haberse elegido aleatoriamente un lunes o un miércoles, o cualquier otro día? Es posible, ya que lo esencial es la detención de la temporalidad en un solo día perpetuo, denunciando la ausencia de futuro para los refugiados. Sin embargo, de un modo casi inevitable, en una sociedad cristiana, el jueves provoca una ineludible resonancia del “Jueves Santo”. Una reverberación que pudiera poseer un carácter religioso, pero que también admite su recepción como ceremonial laico. Porque, en efecto, Por toda la hermosura esconde, en algunas de sus acciones en apariencia más triviales, el ritual del Jueves Santo teatralizado en clave lírica. Ahí tenemos la paupérrima cena de la familia, trasunto de la última cena de Jesús. Contemplamos asimismo la limpieza reiterada de pies y piernas de “Un abuelo”, que nos recuerda el lavatorio a los discípulos. Ni que decir tiene que la traición de Judas -encarnando el poder político-, y el suplicio de Getsemaní son omnipresentes en este que pudiéramos denominar “jueves santo laico” de Por toda la hermosura.

A partir de aquí, el drama de Nieves Rodríguez se revuelve contra su análogo Final de partida. En este punto Por toda la hermosura se constituye en una réplica en toda regla a Samuel Beckett. La llegada del merodeador, “Un Otro”, en busca de venganza coincide con el prodigio de poner en marcha de nuevo el tiempo. El eterno jueves pareciera dar paso al fin a la tragedia del viernes y a la resurrección del domingo. El final de partida, imposible en Beckett, sí se da aquí, con la muerte de la ficha del Rey y su correlato humano. Ello es posible porque “Un abuelo” está en la misma situación que Hamm, pero no representa al tiránico déspota que impide el final de partida en la obra beckettiana. Aquí “Un abuelo” ha considerado siempre la gangrena de sus piernas como simbólicos huevos de mirlo, que tras ser incubados en el sufrimiento, darán a luz aves que volarán. Tras el sacrificio, llegará la redención, así como en términos rituales esa salvación no es viable sin una previa inmolación voluntaria.

Nieves Rodríguez ha introducido de este modo el imperativo de la esperanza como un requisito al que el ser humano no debe renunciar bajo ninguna circunstancia, protestando muy profundamente contra la desesperación absoluta mostrada por Beckett. La crítica social y política a la traición que se hace a la población civil que huye desposeída de las zarpas de la guerra adquiere así una inesperada contundencia. En la renuncia a una exposición realista, en el abandono de la fórmula del reportaje y el lenguaje explícitamente político, Por toda la hermosura alcanza una crítica de mucho mayor calado. Quizá porque su denuncia del martirio y su reivindicación de la esperanza se canalizan a través de una fórmula ritual que está en la esencia última del teatro.
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